Entrando en el terreno de las confesiones, tengo que admitir que tengo un mambito japonés. Me obsesiona mucho el Japón milenario, el de kyoto, el de las geishas, los samurais, el monte Fuji, las mil vistas de Hedo y Hokusai. Me conmueve y sorprende la manera tan diferente de encarar la vida, desde un lugar de belleza impensable para el mundo occidental donde todo lo que vale es producir, generar ganancias, ser útil.
En Japón se toman el tiempo de criar arboles miniaturas, de preparar comida hermosisima donde el bocado entra todo en la boca. De hacer grabados de 15 colores en papel de arroz. Mi costumbre japonesa favorita y la que tengo ganas de ver alguna vez en mi vida, no se bien que tan pronto o que tan después es el Hanami, que es la caída de la flor del Cerezo. Por una semana, en todo Japón la gente se dedica a ir de picnic y ver como caen con el viento los cerezos en flor. Que amor a la sutileza, a lo delicado a lo efímero, una celebración parecida a la vida misma.
Esta serie de fotos las tomamos en el Jardín Japonés, un jardín con la flora autóctona japonesa y aunque no hay Cerezos porque no crecen acá a causa del intenso verano. Si hay muchas otras cosas muy lindas. Hay un vivero fantástico donde compre plantas para mi nuevo departamento. Y si bien el balcon que da al frente del edificio no es un jardinazo, voy a tratar de construir mi propio lugarcito de descanso, voy a convertirlo de a poco en un hogar.
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